EL REGRESO

 El color era insignificante, daba  lo mismo si era azul o negro, incluso si era blanco o color púrpura. Ella llegaría hoy y de una manera frívola  había que estar diferente para que lo notara, a ella no le importaría, lo sabía. Para ella nada importaba salvo todo, lo que no fuera con él.

Al fin, el día se había aclarado y la mañana era azul cobriza con pistas marrones que se dejaban entrever en las venas azuladas que pasaban entre las nubes blancas matizadas con poca claridad por la oscuridad que la noche ya daba paso. El aire fresco corría libre entre la ventana y el patio de la casa blancuzca y pequeña, donde con mesura y poca confianza preparaba el día para partir. 

Nada dejaba de existir, pero todo carecía de importancia pues la atención era invadida y dispersada en un solo pensamiento que se hacía uno y muchos al tiempo, prolongando sin necesidad alguna, el destino que ya sabido tendría el ocaso del día.

mismo traje, mismo peinado, misma sonrisa comisura de nostalgia y misma actitud de no saber cómo aparecer.


Tomó el café, lo bebió sin darse cuenta y se sentó en el mueble junto a la ventana mirando el reloj que llevaba en el pulso, una insignificante máquina que poco había de costarle una tarde en abril. Con desgano vio que faltaban menos de un cuarto de hora para que fuera en punto, dejó la taza en la mesa para reclinarse y abandonarse a la nada que tanto amaba.


Se sintió aliviado, sólo por un momento, hasta que una vez más recordó que ese día  ella regresaba. La pensaba un poco, pero era suficiente. Con escrupulosa soberbia decidió abandonar su imaginería y se dejó caer bajo la suerte del viento cálido que entraba por la ventana; por ella también pasaban las voces de la calle, gritos y cantatas del vendedor de flores, nombres de frutas, legumbres y servicios domiciliarios entraban sin ser anunciados, hasta que el pitido doble del reloj de su pulsera indicó que ya era “en punto”.


No hubo un salto que delatara impaciencia ni movimiento que indicara que reanudaría el ridículo ritual de salida de casa, cada día más lento y cada vez más inoficioso en términos prácticos; al fin la practicidad ha sido otorgada a seres más prolijos, en el pensamiento de sus rutinas y en las necesidades del prójimo, pues en su afán de deshacerse de todo, hacen o mejor, dejan de hacer aquello que les ocupa tiempo y pensamiento. 

De modo que inmóvil veía absorto la foto del programa de la sinfonía número 6 de Beethoven en donde de costado aparecía un piano de marca Steinway  junto a un bulto humano que se suponía era el intérprete. El piano nuevamente lo desplazó en sus pensamientos deslizándolo hacia aquellos lugares que son comunes en la psique de toda persona pero por impertinencia, desvarío, reserva, desdén o rencor los dejamos de lado u omitimos volver a ellos por un simple temor a ser expuestos. 


La vista fija en el piano era un decir, su interés era su marca: Steinway; era la marca con letras en cursiva que estaba acostumbrado a ver cuando la delgada, pálida y con ojos verdes de jade tocaba mientras él en el pequeño auditorio oscuro como la noche, procuraba que a Galina Likosova no la interrumpiera ni las abejas mieleras que moraban en el costado occidental del segundo piso del cuartico con 20 sillas que tenían como auditorio.


-Los Steinway suenan mejor que los Boston. 

Repetía la rusa al dejar de tocar las piezas para música de cámara, cerraba la portezuela del piano, se despedían con un ademán y hasta la próxima.

De modo que levantó la vista clavada en el folleto y dijo entre murmullos: prefiero los Steinway a los Boston.


Cerró los ojos fuertemente por un instante y en medio de los fosfenos que se contraían en la leve oscuridad del momento se sintió asfixiado, un leve sopor lo recorrió y no tuvo más remedio que dejarse caer de nuevo; eran ya pasadas las en punto y su manía de salir a tiempo se estaba viendo impedida, de modo que se incorporó sujeto del saliente de la pared, se inclinó sobre su morral y como si el peso de su cuerpo fuera a ser vertido en él, se empujó con rencor hacia atrás mientras con esfuerzo y desdén una de las tirantes del morral se incorporaba a su cuerpo y le permitía continuar en equilibrio.

Era claro que algo, ese día le perturbaba, le oprimía el pecho con asiduidad oscureciendo la mirada como cuando con ternura se decía: “Mi madre no cantará nunca Aznar con dulzura”.


Cerró sin precaución la puerta descolorida y vetusta por la mugre que la hacía parecer de un azul muy pálido y curtido. Bajó las pocas escaleras hacía la calle y de vuelta al viento se vio de nuevo expuesto a ese extraña punzada que llevaba desde el regreso de ella, haciendo que el aire de la ciudad se cubriera de un manto imantado inventado por él, pero realmente invisible y ridículo para cualquier otro tipo de forma de vida. 

Embistió el recorrido dejándose arrastrar por el pesado morral y por el deseo de que ahora sí fuera diferente, de que al fin los ojos del amor lo abrazaran con calidez; pero esa cursilería por sabido no existía ni le existiría. Caminó un paso adelante del otro, con la precaución necesaria para no vérselas en el piso, viendo la nada, una viscosidad colorida que recorría despacio al alzar sin conciencia para poder avanzar.


Volvió de nuevo a las figuras cuando se puso los lentes, pero como al inicio, todo estaba vacío, figura sin forma, no había nada, nada de las cosas que formaban lo que veía podría tener algo vivo, algo que al menos importara como para despreciar la inactividad y querer con coraje lanzarse insistentemente a los días sin que estos perdieran lo que muchos llaman el encanto de la vida. 

Con sus gafas ya no se vería frente al piso, pero dejaba expuesta su mirada a los demás, cosa que además de ser despreciable, le fastidiaba, entonces habría de escoger, o vérselas con el piso o vérselas con el otro, así que decidió intercambiar por lapsos: vérselas con el piso y vérselas con el otro.


Llegar era inevitable, el destino cumpliría sin desorden lo acostumbrado y él, sumiso y acobardado lo recibiría sin protestar, sin insistir, sin maldecir, con un silencio absoluto de súbdito acataría sin discordia lo pactado, sin un ápice de resistencia se abandonaría al desprecio ya antes sometido. 

Para ella nada importaba, salvo lo que no fuera con él, era una sentencia a muerte grabada sobre el dolor;  por superstición creía que si en el fuego se purificaban los metales, en el dolor se purificaba el alma humana y para no creerse del todo perdido, su dolor ardía en la pureza de un fuego que con la delicadeza de la lentitud, consumía en él la forma casi vaciada. 

Los pasos podían ya descansar pero se hacía indispensable ponerse las gafas y ver al otro, saludarlo, fingir con sonrisa mascullada y advertir con responsabilidad las labores que con desgano haría, hablar, contestar y asumir con cordialidad las muestras de fingido respeto que a veces advertía, compartir la mesa y responder a las preguntas por la escasa comida que prefería, estar cerca de alguien  simular ser atento, receptivo y lúcido: lo atormentaba. 


No podía quitarse las gafas porque al fin de cuentas con ellas podía verla a ella, con ellas podía al menos saber que en las demás formas había algo que les daba significado pues a través de ella el vacío era ocupado por algo que le daba realce a lo demás, entre tantas a la respuesta a su malamor y como si el mundo siempre fuera un engaño, fijó los ojos a lo lejos para parecer distraído, mientras ella a la distancia caminaba como un barco que se atraca en medio de un mar en calma para descansar del ruido y sentir con brevedad lo dulce que puede ser lo escaso de la vida. 


Se fue acercando con el cabello liso hasta una parte y ondulado al final, con la misma arrogancia pero con el mismo amor que vivía en lo profundo de ella y que raras veces se dejaba ver. Cada vez se veía más cerca y al estar ya del todo cerca, pasó de largo y al quedar su cuerpo sobrepasado, decidió ponerse las gafas.


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