EL ASTILLERO
Desde su partida, vine a habitar este lugar, y adentro soy como su ruina.
Mientras el tren cruza por la avenida, me deja ver el río, todo el puerto y los astilleros; el viento trae consigo una humedad fétida que inunda las cosas y los rostros abyectos se muestran descompuestos. La ciudad se ve lejos, en bruma y nostálgica, como si estuviera bañada en polvo e incienso. Húmedo, he dicho, pues todo parece estar afectado en su armonía interna, como si todo estuviera arrugado por el agua que se seca y se contrae; todo parece pasar, y a la vez, todo le sobrepasa.
Nunca he visto Montevideo, pero desde aquí siento que lo percibo. Claudia se fue a vivir allí y ahora yo vivo en esta casa, aprendiendo de nuevo cómo se vive la vida: temblando a veces, sonriendo otras, tranquilo tal vez, cauto, puede ser, esquivo, seguramente, apesadumbrado, no cabe duda.
Este lugar que habito aún no tiene hábito, y dicen que lo que se deshace a pedazos muere o se petrifica. Pero no es esta casa la que se va royendo; soy yo el que el tiempo empuja hacia el suelo.
El tren, al parar cerca del puerto, dejó su explosión de carbón y gases, llenando todo de algarabía y pasos peregrinos de gente que no sabía a qué venía ni a qué llegaba, con el espíritu amarrado en cajas, maletas o simplemente en un corazón asustado de no saber qué está o estará hecho de la vida.
El río separa todo, y una rambla continua parece recorrer la ciudad completa mientras dibuja el río entero en una línea a mano: torcida, gruesa y delgada a la vez. Se pierde a lo lejos como una nube ligera que se borra con solo un respiro.
Nunca he visto Montevideo, pero parece que lo conociera, en las ruinas que presiente mi corazón, en este opaco astillero que se viene a pedazos, en este pozo fraguado que no tiene ajuste. Testigo de mí, las canas de mi barba, blancos pelos que nunca supe cómo fueron, hasta que un día, mientras me afeitaba, otro que tengo, que me habla, me dijo mientras corría el jabón de mi mentón:
"Te hiciste viejo cuando ella se fue".
Yo le dije, digo, me dije a mi otro: "No digas pendejadas". Pero cuando él se cayó y me hube quitado ya todo el jabón, me miré y me dije, ahora yo, no mi otro: "Cuando ella se fue, te hiciste viejo".
Cuando ella se fue, vine a vivir a esta casa. Los lunes saco la basura para que el camión la recoja los martes; los lunes, llegada la tarde, saco las bolsas con las botellas de vino barato que puedo comprar para que los recicladores se las lleven. Esta casa, en un piso alto, me deja ver quién se lleva las cosas, pero prefiero cerrar las cortinas y escuchar cómo el golpe de las botellas entre ellas anuncia que alguien las toma. Tin, tin, blin, blin, suenan.
Desde lo alto escucho y pienso en esos seres oscuros que buscan y rebuscan lo tirado. Mi corazón siempre siente un punzón profundo y por eso evito verlos, como si no mirarlos evitara que los oyera, pero oírlos me estremece más que verlos. Los imagino y los reconstruyo a mi modo, y mi modo son unos fantasmas monstruosos, llenos de pena y olvido que yo mismo no puedo soportar.
Desde su partida y desde que vivo en esta casa, tiro la basura los lunes y los jueves para que mis fantasmas clandestinos se lleven mis botellas y las latas de comida lavadas y limpias. Desde que las ruinas me corroen, veo en esos personajes seres que buscan algo más que latas y botellas, por eso, cada vez en las bolsas pongo alguna camisa vieja que aún sirva, un par de medias que puedan ser usadas o algún objeto inútil que se pueda vender u ocupar: una cafetera vieja, cucharas, utensilios de cocina, alguna sábana limpia, lápices, cuadernos, floreros, una silla. Los martes y los viernes, cuando pasa el camión de la basura, me asomo por la ventana temprano para ver si han dejado algo, pero nunca hay nada, todo lo llevan, y yo cierro los ojos, donde me pesan esos sonidos de botellas que me avisan que llegan y que también se van. Tin, tin, blin, blin… me voy cayendo a pedazos, pero lento, como un parpadeo cuando se tienen pestañas largas.
Esa rambla que atraviesa, matiza el sol y todo parece flotar en un infinito mar, mientras el río suena y el viento empuja aire y furia, un ahogo que el viento sabe llenar de pena y melancolía, una gran nudo, una sincronía de desperfecto que golpea y seduce. Solo veo el puerto, el río y la estación de tren. A lo lejos, la ciudad, lejana, eso sí, lejana de mí, lejana de todo, sobre todo de mí mismo.
Desde su partida, vivo en esta casa, trato de habitarla, pero no he podido llenarla del todo. A veces la lleno de flores y todo parece tener color, pero al poco rato ellas pierden aroma y tinte y todo es igual, lleno de polvo vítreo, roído y viejo, como los moldes viejos de fundición que intento coleccionar, hinchados de tierra negra y escoria. Los limpio, pero ellos insisten en conservar la tierra que tienen, como si me hablaran y me empujaran a saber que yo, al igual que ellos, me trasladamos entre viento y suelo, corriendo polvo entero entre la cama y la calle; viajando entre la calma y la angustia, formas ingenuas de no saber si uno está vivo o lleno de falta de vivir.
Desde que ella se fue, conocí el astillero, un puerto y un río. Todo pasa por ellos, y navegan en mí, pero no fuera de mí. Mi otro yo me dice que lo vuelva y lo funde, que hagamos un navío y un puerto donde nazca y muera la flota, donde arriben y partan calados finos que vuelen, vengan y traigan adelante en la quilla, historias, marineros, maderas y especias preciosas.
Pero este pobre astillero solo puede construir ruinas, ruinas de las que nazco y muero, de las que me sacudo y sucumbo entre gélidas historias y opacos recuerdos que me invitan, como invita el sol a lo cálido, a ser una hoja de lata oxidada, que permanece de pie, pero que pierde con el aire pedazos de lo que alguna vez pudo ser; de la luz que un día el sol pudo llevar de ella, de unos días donde el viento no golpeaba sino que acariciaba.
Desde su partida, me envejecí, y ahora ya ni mi otro me lo dice. Ahora todo me lo muestra, como un leve indicio de eso que no soy; pues el río pasa en el Montevideo que nunca he visto y que corre en mis venas con un fuego frío que me arde como un buen recuerdo.
Cuando ella se fue, fundé un astillero que se viene a pedazos. Ahora soy solo es una ruina de aquel nunca posible, pero que de pie, se viene de a poco a retazos.
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