CON EL MAR METIDO ENTRE LOS DEDOS
“El grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo éste: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria.”
Milan Kundera. La Lentitud.
El mar se asomo de manera breve, entre vientos y árboles pasajeros por la velocidad, ninguno de nosotros dentro del carro hablaba; ellos miraban al frente mientras yo podía avisar que el aire y el mar se podían ver, un nudo seco se hizo conmigo mientras el aire acondicionado del carro fingía ser el aire salado que se podía oler.
Pilar llevaba con minucia las marcas del kilometraje que Fabián le dictaba, leyendo en el tacómetro del carro los puntos que ella marcaba con foto y dato para luego ser referenciado en el video que planeábamos hacer. En esa carretera que sólo volvía a reconocer hasta Santa Fé de Antioquia y que no recorría hasta hace muchos años desde que mi papá tenía un camión doble troque marca “Pegaso” que cargaba hasta 20 toneladas y que él irresponsablemente me enseñaba a manejar; 16 cambios, 8 en la sencilla y 8 en la doble, decía mientras me miraba con la esperanza fija de que yo aprendiera un “arte”, como decía él.
Mi mamá me obligaba acompañar a mi papá, mejor dicho, me chantajeaba con ayudarle en tiempo de vacaciones, esa horripilante tradición del chantaje y el soborno que por miles de años a acompañado las familias se impugnaba en mi para que aprendiera a ganarme la vida, decían ellos.
Empacaba los cuatro volúmenes de los Diálogos de Platón que mi amigo Nectali me había regalado recogiendo plata de un trabajo de empacador en un supermercado. Era la peor edición, sin numeración ni nomenclatura, pero era lo único que podía tener. Años después fueron a parar de sostén de las patas de una cama que tenía Laura, una amiga con quien yo vivía. Así que cuatro libros rojos, dos casetes de rock en español y un Walkman marca Aiwa que había comprado con un par de pesos que me habían pagado en la policía cuando presté el servicio militar, eran pues mis provisiones para una semana de viaje al Urabá antioqueño donde iríamos por madera de contrabando que traeríamos de vuelta a Medellín de noche para que la policía y la guerrrilla no nos quitara la carga.
Eran horas enteras con un motor de chorrocientos mil caballos de fuerza rugiendo casi entre las piernas mientras se atravesaba una carretera llena de bosques y cañones que hacían parecer la vida en su inmensidad. Una precariedad difusa al borde de la desaparición. El doble troque tenía un camarote doble donde podíamos dormir en la noche en medio de la nada, cuando no había ninguna posada o un hotel de mala vida lleno de pulgas y sábanas ordinarias y transparentes. También tenía una radio que no se prendía nunca porque el motor en marcha no dejaba oír nada de lo que allí salía; yo me ponía los audífonos del walkman y cantaba mientras las cosas lentas, como un suspiro entrecortado, sucedían y pasaban, sentado en una silla amortiguada y empujada por el peso de 20 toneladas. Todo pasaba, los demás carros, las bicicletas de los pueblos (casi abandonados) las personas corriendo, las hojas caídas de los árboles y empujadas por el viento, el viento, el sol, el polvo, el río y la vida.
Mi papá tostado y curtido por casi todo, miraba tranquilo la carretera y me tocaba el hombro cuando se sentía dispuesto a darme una clase de conducción en carretera, qué no es lo mismo que en la ciudad y con carro pequeño.
Lo miraba con rencor y me sacaba los audífonos de las orejas y decía casi todas las veces : ¿Qué pasó?. Él me miraba con la paciencia de un santo, me decía: “La carretera hay que verla desde lejos, porque si ves la nariz del carro, si algo se cruza no tenés tiempo de hacer nada y uno en un carro tan pesado así vaya a 40 o 50 kilómetros por hora se jode y se daña el carro y uno se da en la jeta con este volante tan grande.”
Mi papá no paraba de hablar por horas de los 16 cambios. Del freno, del embrague que era tan alto como el cristo del corcovado y que le daba a uno las rodillas hasta el pecho con solo poner el pie en el pedal; de los troques de atrás, del juego de llantas que costaban 500 mil pesos, del aceite, del ACPM y de cuanto tornillo tenía ese aparato. Mi papá era enloquecido por los carros y yo solo veía una lata con 18 llantas que cargaba cosas grandes y los demás carros las mismas latas con menos llantas, unos más grandes otros más pequeños.
Lo escuchaba horas enteras y le preguntaba cosas irracionales para que él tuviera tema y la lentitud fuera la que nos llevara y la que nos trajera en medio del olor a madera mojada y a sudor opaco de la humedad seca de los árboles, unos cortados en tajas y los otros húmedos y verdes del camino.
Había que llegar a Turbo y hablar con gente a la que nunca le entendía nada. Mi papá negociaba la carga y salíamos a la selva. Carreteras, si es que se les podía llamar a eso carreteras; llenas de huecos y piedras a las que había que esquivar y coger con maña para que la cola del carro no coja ventaja y nos mande al suelo, decía mi papá envestido en tutor de doble troque mientras me mostraba como es que era la cosa.
El recorrido se empezaba al caer la tarde para llegar casi después de las seis de la tarde y que el camión estuviera cargado antes de las 10 de la noche para salir rumbo a Medellín y ganar unos kilómetros mientras evitábamos peajes de la policía y la guerrilla. 3 días de ida hasta Turbo y 4 de vuelta a Medellín porque íbamos más cargados, además del tiempo que había que parar para dormir o esperar a que el peaje en la tarde o la mañana no estuviera y no tuviéramos que poner en una hoja donde decía cuanta madera llevábamos unos billetes para sobornar a la policía y/o a la guerrilla.
En las paradas yo leía y mi papá daba y daba vueltas al camión como si fuera el espíritu de ese aparato lleno de cables y de caucho, él me miraba y me preguntaba: vé y vos pá que es que lees eso. Yo siempre le respondía lo mismo: Pa nada pá, pa nada, esto no sirve pa nada. –Entonces pa que lo lees, eso no es perder el tiempo?, acordate de mi siempre hombre, el tiempo perdido lo cobra mi dios. – valiente dios el tuyo que le debo sin deberle nada. –A vos lo que te hace falta es ir a misa; me decía. A mi me daba mucha rabia y me iba a coger piedras a la carretera a tirarle a los árboles como si ellos fueran ese bendito dios al que le debía según mi papá y cuando era de noche sacaba la linterna y me iba alumbrarle a los murciélagos para que volaran o a tirarle piedra a la llorona que dizque se la pasaba entre Turbo y Uramita.
Nada pasaba rápido, nada, ni las clases de conducción, ni las horas donde mi papá casi me obligaba a manejar en las rectas porque era más seguro y se podía aprender de los malditos 16 cambios, ni la brisa, ni el sol oculto entre ramas y barbas arbóreas, ni el viento quieto en los pueblos llenos de miedo, ni en la madera húmeda, ni en los ríos ruidosos y furiosos, ni en los pasajeros de los buses que veían el camino a la ciudad la salida del temor, ni en los que volvían a recuperar su miedo, ni en la comida abundante y salada, ni en los demás doble troques que lentamente iban y volvían con la misma historia de madera contrabandiada.
Llegar al alto de minas de regreso a Medellín era “coronar”, un par de kilómetros abajo se podía ver la ciudad y el aire cambiaba, más pesado, menos ligero y más lento, las luces amarillas de las bombillas de las casas hacían del paisaje un torbellino inmenso de saberse cerca, como si la naturaleza no fuera esa selva dejada atrás llena de nada y de todo y ésta, llena de todo y nada, fuera el lugar donde realmente uno perteneciera.
Me emocionaba llegar a ese lugar donde me tenía que bajar a revisar si la caja de mangos o sandias aún estaba amarrada y ver a lo lejos la ciudad llena de pequeños puntos de luz que sumados, eran toda la vida, una vida lejos de ese temor y ese calor, de esa madera que teníamos que entregar esa misma noche o muy en la mañana para que a mi papá pudieran cobrar, pagar y poder cubrir lo del ACPM, la comida, el hospedaje y la liga a la policía y/o la guerrilla.
En esa carretera deje muchas hojas leídas, muchas piedras tiradas y mucho tiempo lento que entre el miedo y la furia, el río, la selva y la lentitud, hicieron que yo fuera siempre un hombre lento de un momento violentamente veloz.
La carretera pasa desenvuelta y de vez en vez nos detenemos por un camión lento o porque el camino nos lo obliga. –Eso es un marrano?!!! –Sí, son marranos. –Qué hijueputa marrano tan grande!!! Dice Pilar sorprendida de unos pobres chanchos que no conocen su suerte, Juan Vicente y Fabián se ríen entusiasmados, mientras yo veo el perfil de Pilar sorprendida por el tamaño del marrano y me rio en silencio presintiendo a través de su tenue cenizo cabello una inocencia discreta que raya en la ternura a pesar de su ruda expresión. Todo pasa veloz porque Fabián a fabricado una maquina del tiempo que nos lleva a la velocidad de la luz, mientras ruge adelante el motor que impulsa sin resistir la prisa de llegar y cumplir el propósito que ya desde hace poco más de dos semanas hemos trazado.
Hacía mucho tiempo no veía tantos árboles, las montañas espesas muestran y degradan un sin número de verdes que se pueden diferenciar por el sol y la sombra que las nubes hacen caer, no reconozco que especies. Son como un barullo de hojas, troncos y florescencias, además de mi poco conocimiento botánico que me califica en poco menos que en neófito me hacen ser un inexperto en el tema; pero Fabián habla de buscar una ceiba roja y yo tozudamente busco entre esos amasijos ceibas rojas que nunca vi.
Cuando viajo siempre pienso en historias que leí en los libros, en poesía, en canciones y en amores que tuve y en los que nuca tendré. Fabián hace sonar “Con lagrimas de sangre” y Pilar estremecida y asqueada mira de medio lado y me dice: “Qué cosa tan dura, pero tan maluca”, yo pienso que si ella escuchara a Julio Sosa diciendo en La Cumparsita: “porque quise mucho y porque me engañaron, y pase la vida masticando sueños” …
“porque quise mucho y no me han querido”. nos asesinaría y nos lanzaría uno a uno por las ventanas de carro a los pies de cualquier río o de algún rastrojo en el que Fabián raudo deja en su máquina inter espacial.
Yo sé que al tango se llega tarde porque hay que haber vivido, pero pilar se resiste y uno no sabe, si es que la toca tanto o es que ese eco melancólico la sumerge entre la nostalgia y la “puteria”. Vaya uno a saber.
Fabián después de ver un programa de televisión en Noruega donde recorrían en un barco parte del país y se trasmitía en tiempo real, se encapricho en que teníamos que hacer algo nosotros así, no se si es por su romántico sentimiento por la geografía nacional o por su extrema sensibilidad a hacer guevonadas que a la larga tocan con emoción el corazón y hace que uno se emocione tanto o más como él mismo sabe hacerlo.
La Salida de Medellín se programo desde la casa de juan Vicente en donde pusimos las 4 cámaras que estaban amarradas por unas chupas que se pegaban a las latas del carro, yo llevaba 3 días contando las horas que las baterías durarían en cada cámara y hacía cálculos de la duración y de la forma como las cargaríamos para que no fuéramos a parar de grabar nunca.
Eso no me dejo dormir y me detenía a hacer cálculos y a orinar porque no podíamos parar mucho para que el camino rindiera. El destino era Arboletes un pueblo lejano que yo no conocía y al que iríamos mostrando la carretera con cuatro vistas las 9 horas 30 minutos y 13 segundos.
“Mezcla de princesa bacana con muñeca brava, con olor a pasto y azar, con noche, tabaco y humedad” Dice Lalo Mir mientras habla de Amelita Baltar y yo pienso recogiendo el viento que entra por mi ventana que la humedad de ese viaje es el mismo que tenia ese viaje cuando iba por madera contrabandeada a éste en el que vamos por un sueño… podría decirse, por un capricho o por una fuerza que nos une a creer no solo en las cosas que no son posibles, sino en cosas que por posibles parecer no ser, un extraño sentimiento cósmico de saber que a pesar de estar todo arruinado, todo esta en un caosmos continuo como si cada momento fuera un vals planeado en el que el mundo pasa y sucede lo esperado; así como cuando en 1999 Nectali, Carlos y Camilo estaban engolosinados con Julio Cortazar, Felipe con Alejo Carpentier y yo leía por alguna razón desesperado a León de Greiff y a José Donoso; éramos hijos de familias pobres que veían en nosotros un futuro extraño que nosotros nunca vimos ni tuvimos. Pasábamos los días leyendo, fumando cigarrillo y tomando vino de alambique.
Salía con Susana, una noviecita blanca como un vaso de leche humeante. Rubia, cabello ensortijado como un ángel divino, ojos azules como un cielo de verano sin nubes; nunca antes y nunca después salí con otra mujer tan bella, con ese perfume ligero, volátil y fresco.
Tampoco nunca entendí porque Susana me paro bolas, quizá le parecía un buen tipo, o le gustaba que nos emborracháramos tanto, vaya usted a saber.
La cita con Susana era a las 2 de la tarde en la biblioteca de la Universidad Nacional, yo trabajaba en el taller de escultura de la escuela de Artes y después de revisar las herramientas y que ninguno se hubiera cortado un dedo con la sierra "circular" salí despavorido al encuentro; Susana odiaba que la hiciera esperar y yo odiaba llegar tarde a algún lado, así que en las mesas, al lado de la fotocopiadora, era la cita.
En esos tiempos a la biblioteca no se podía entrar con el morral y menos abarrotado de libros. Permitían una libreta o cuaderno, algo que escribiera y nada de agendas o cosas que se parecieran a libros.
Leía por esos día el "Jardín de al lado" de Donoso y como lo sabía, no podía entrar el texto para leerlo mientras Susana llegaba. Me senté con un cuaderno que tenía cosidas las hojas y un lápiz con la punta irregular brotada a punto de mazos de bisturí; dibuje un laberinto redondo como una bola de lana que tenía de todo menos de laberinto y más de rayas envueltas en medio de una circunferencia. En la mesa había un libro, el lomo me daba la espalda y estaba puesto barriga arriba, es decir, la tapa final miraba el cielo raso. Despectivamente lo hice girar con un solo dedo para ver el lomo que decía en letreas redondas: Juan Carlos Onetti (el Onetti era más grande y la primer letra roja ). Llevaba 15 minutos esperando y ya tenia mal humor, Susana no llegaba.
Hacía calor y la biblioteca era fresca, abrí el libro, en letras grandes y separado en dos el nombre del escritor:
Juan
Carlos Onetti.
Luego el titulo del libro: El Astillero.
"Hace cinco años, cuando el gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadaveres) de la provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación de un reinado de cien días"
Recuerdo haber leído esto con un desdén que casi me caía de la silla donde estaba sentado, pero alguna fuerza extraña me hizo volver a leer el inicio y una vez y otra vez. Lo leí hasta que me lo aprendí, de la misma manera que uno aprende de memoria: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo."
Era como un juego, algún artilugio para no desesperar y esperar con paciencia el olor ligero y el viento envuelto en la falda de Susana.
Cuando ya repetía la misma cantaleta como un rosario en semana santa, decidí seguir con el libro.
Susana nunca llego ese día, no avance mucho con El Astillero, pero de la biblioteca me pidieron que me marchara porque ya era hora de cerrar. No podía prestar más libros; tenia todo el cupo, así que fui al segundo piso donde estaban las revistas de arte y lo escondí en medio de los volúmenes de la revista "Lápiz", bien tapadito, como si estuviera guardando mi vida.
Como era costumbre salí a encontrarme con los compinches en el museo de la Universidad de Antioquia, Felipe me pregunto porque traía esa cara. -¿Qué paso con Susana?. -Nada. -¿Entonces porque estás cómo acontecido?.-Me tiene intrigado un libro que me encontré en la biblioteca mientras esperaba a Susana, nunca llego por cierto. -¿y quien es el tipo?. Un tal Onetti. Contesté.
Al día siguiente volví a la biblioteca, entregue el libro de Donoso y subí a buscar lo que el día anterior había escondido, recuperé a Onetti y lo pude llevar conmigo.
De esto ha pasado mucho tiempo, recuerdo que leí con dedicación a Onetti, El Astillero, Juntacadaveres y muchos de sus cuentos, también recuerdo que después me deje embobar por Cortázar, pero nunca, nunca olvido que fue Onetti el que me contagio con esa nostalgia (en él porteña) que se me ha quedado pegada. Hubiera querido que se me pegara su forma de escribir, pero herede ese desperfecto anímico, esa afección de la armonía interior.
De esta misma manera no solo conocí Arboletes, Olí el mar, vi el mar, toque el mar, viví el mar, bajo esa leve impresión del capricho de 4 corazones, todos encaprichados a su manera. Uno dispuesto a llegar a la velocidad de su deseo, otro dispuesto a acompañar y seguir con amor lentamente la velocidad de ese deseo, otro dispuesto a acompañar con la certeza de la presencia y yo con el corazón puesto en cada uno, viendo como la vida entrega con abundancia.
Al llegar, Fabián dejo la trompa del carro frente a dos palmeras y un mar inmenso, la luz era oscura pero aún una penumbra lejana dejaba ver las olas y la espuma que llegaría a la playa. Nos bajamos del carro, nos miramos discretamente y eludiendo la emoción fingimos tener ganas de orinar y de querer fumar. El viento era fresco, ni tan fuerte ni muy débil, nos atravesaba mientras consumía la puntas rojas de los cigarrillos que no fumábamos, mientras mirábamos con dulzura esa lontananza espumosa y ruidosa que tanto nos empuja el sentimiento.
Nos marchamos de ese alto donde el mar nos recibió con un vientico fresco al hotel donde en lugar de llorar decidimos aplaudir.
Todos fingimos pero éramos felices con el mar metido entre los dedos.
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