María Martha
“Porque aunque envidio a los que pueden hacer literatura con los dramas ajenos, yo sólo puedo alimentarme de mis propias entrañas.”
Piedad Bonnett.
Pronto regresaré de una ausencia breve, los que he dejado, no la han notado.
En el mar es mejor la vida decimos los del interior, pero aquí la ciudad parece peligrosa, también ruin.
El sonido de las olas es claro, nadie puede resistirlo y uno se deja llevar por ese susurro perpetuo.
A veces pareciera que extraño el lugar de donde vengo, como si entre los dos algo pesara, como si en su corazón yo pudiera habitar, pero es mi débil insistencia la que perpetúa su querer, el mío y su mal querer, el suyo.
Cada vez que salgo de la ciudad voy en busca de algo, pero termino encontrándolo en casa, donde he dejado todo. Ella está en esa ausencia breve y yo, lejos, cada vez más lejos.
El mar prolonga su sonido, mientras la lancha avanza amenazando el arrullo de las olas, no puedo dejar de ver la distancia que me separa de tierra firme; pronto estaría en Playa Grande para entender con discordia que la vida reclama lo que uno a veces le a quitado.
Salté de la lancha, ayudé a bajar a dos niños, un costal con hielo y una negra que dominaba el mar con unos ojos perlas, una piel lisa y unas piernas que llegaban al cielo.
- ¿cuándo vuelve? le pregunté al señor de la lancha.
-Si no me encuentra le dice a mi hija que lo mande con cualquiera, no tiene que pagar ya más ná.
Me contestó el lanchero que poco antes me había advertido de lo inseguro que era llegar a la playa caminando.
La señora, tía de uno de los niños que ayudé a bajar de la lancha me ofreció una silla, cerveza y pescado. María Martha llegó masticando con ingenuidad unas galletas de soda, envueltas en un paquete rojo de letras doradas. Tendió un trapo, se quitó la camisa y el short, de inmediato me di cuenta que nunca en mi vida había visto un cuerpo tan bello como el de ella. Incline la mirada avergonzado y miré de frente al mar mientras ella se sentaba, masticando con ternura la galleta salada.
“Todos nacemos ciegos y morimos sin saber qué es la luz” decía Rogelio Echavarría. Creo que se equivoca. María Martha llegó y hubo una luz colorida en la playa llena de susurros de olas, olores de leña y pescado cocido y crudo, un eco profundo del mar en su arrullo y de la naturaleza divina. Ella, María Martha a cambio de vuelta, le daba al mundo una belleza sin filo sin quererlo ni saberlo, solo respirando el aire salitre del mar del caribe.
Isabel me entregó la primer botella de cerveza, llena de arena y hielo, su acento parecía local pero venía de Venezuela, una de sus tías que había estado en casa de su madre la invitó una temporada y su madre decidió que Isabel se quedara en las playas de Santa Marta para que no pasara penas en la desvalida Venezuela al azote del tirano que la gobierna. Con incierta naturalidad caminaba descalza y sonreía con gracia al viento mientras con afán soltaba piedras al mar cantando un vallenato que salía a trastabillazos del círculo de un parlante grande, roído, curtido de arena.
María Martha se paró, empujó con soltura las piernas y sin querer verse mejor, corrió hacía el mar, sumergió la cabeza en el agua salada mientras su espalda aún se veía entre la suspensión del cuerpo y la liquidez liviana que la empujaba, se tendió de cara al sol y allí flotando con las manos hacía los lados, los ojos y la boca cerrada navegó un rato largo aspirando la brisa y la luminosa capa de rayos solares que hacían prisma en el agua y bañaban toda la tierra.
Venía de Córdoba, del sur del continente, llevaba recorriéndolo con poco dinero, tratando de trabajar en algunos lugares, comiendo galletas saladas y agua para ahorrar plata, sin hablar con mucha gente, tomándose fotos y extrañando a sus padres que no entendían porque había renunciado a su trabajo como diseñadora gráfica y se había marchado de casa, en una ausencia ya no tan breve. Su propósito era llegar hasta México, aunque pararía unos días en Panamá y ver como estaban la energía, las ganas y la nostalgia.
Yo, venía del norte del continente del sur, llevaba corriendo de mi, algunas veces con lo necesario, otras veces con lo justo y algunas otras en abundancia, tomando tragos y pescado con patacones fritos, alejándome al mar e intentando apostar que la brisa y la sal instalaran en mi, aquello que los días prometen con su paso, resignación y calma, cosas que con el mismo pasar de los días, jamás se podría tener.
María Martha se sentó muy cerca, me miró y sonrió con la habitual simpatía de quien no quiere ni ser interrumpida ni seducida, como nunca he sido un buen lector de señales le ofrecí desprevenido una cerveza que ella de inmediato rechazó, la puse en la arena y le dije con mi habitual simpatía: -déjala ahí, si no la querés yo me la tomo después. Al verse a salvo de mi seducción la tomó con gracia y vio a través de la botella ámbar la mar sepia que traspasaba la botella, se rio, agradeció, dobló el short de tela de blue jean y se acercó más, cada uno bebió de su botella y vimos caer la tarde solo intercambiando un muy breve diálogo: -otra, -bueno, pero no tengo para pagarla, -esa no fue la pregunta, -bueno, -aquí está, -gracias, -por nada.
Me dijo que estaba cansada, que los voluntariados estaban bien pero que en esa playa los turistas, sobre todo los que no venían de Colombia, buscaban en la noche, a la sombra de la música del caribe y del alto volumen, drogas, prostitución y desmedida. Quería llegar pronto a México, pero no sabía bien si las fuerzas, las ganas, el ánimo y las galletas de soda le alcanzarían para cumplir ese propósito.
Me dijo que si regresaba a Colombia y pasaba por Medellín me avisaba. Me compartió su número de teléfono y me pidió que le mandara una foto de la ciudad apenas pudiera estar en casa.
María Martha se levantó, sacudió la arena pegada de sus piernas y su cadera, me preguntó que si no me iba a meter, le dije que no, que ya me iba y la que se fue, fue ella, desapareció dando saltos en el mar, una, dos, tres veces. Hasta que la perdí de vista montado en una lancha de camino a Santa Marta.
Dormía en un apartamento con tres mujeres que alquilaban un cuarto. Hare Krisna las tres, forradas en billete porque la mayor era casada con un árabe muy rico que les tenía como residencia varias propiedades, una en ciudad de México, otra en la India, otra en París y una en Santa Marta. Rentaban un cuarto para ganar algo de plata, vaya usted a saber porqué. Al fin de cuentas la ambición no conoce de dioses.
Tenía prohibido llegar después de la 1 de la mañana y con tragos. Reglas que obviamente no cumplí.
Regresé a Medellín de noche, el aire era fresco, más de lo habitual. La lluvia que había caído por largo tiempo y con fuerza, tenía todo mojado y frío, la lluvia se había ido pero el viento había quedado. Yo que traía el sol de otra tierra lo sentía, esperaba llegar a casa y no verla inundada, a veces pasaba, cuando las plumas de las palomas que rondaba el techo de dos aguas que daban al patio tapaban el desagüe. El agua sobre pasaba el pequeño muro del piso que dividía el patio del cuarto. Y el pensamiento que trae a el deseo o los hechos, hizo claro mi presentimiento: la casa estaba inundada. Así que con sol en los brazos saqué la escoba y me puse a “chicar” agua hasta quedar también mojado, cansado y con hambre, solo había de comer galletas de soda. Me sentí María Martha.
Días después de enviarle la foto de Medellín a María Martha, me escribió: había llegado a Panamá, a las playas del archipiélago de San Blas. Tenía otro voluntariado ahora más cansada y con más nostalgia, el viaje que prometía la vitalidad de la vida y la aventura, había terminado por cansarla envuelta en la añoranza de la tierra, esa tierra de nacimientos que muchos llevan encima en forma de añoranza perpetua de permanecer a un lugar y de ser de allí, como un árbol, una planta, un río o la montaña.
Yo también estaba en mi tierra, lejos del mar que un día prometió servir a una búsqueda inocua, de aquí me fui y aquí volví, solo bañado por el agua salada de las galletas de soda de María Martha, las historias de Krishna, su hermana y su madre, envueltas todas tres en alhajas, curry e incienso. Con la sombra vacía del encuentro con algo que siempre uno lleva encima.
María Martha volvió a Córdoba, se cansó de ver borrachos drogados gastando en monedas que valen por tres o por cuatro de más, de servir desayuno continental y de comer galletas de soda para poder avanzar al norte después de salir del sur.
Al volver a la Argentina, se casó con el primero que se le pasó por delante.
Nunca más volví a saber de ella. Tampoco del mar.
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