Para Mercedes, por supuesto

 "¡Oh, Dios! podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez

 y me tendría por Rey del espacio infinito"

 

Hamlet (acto II, esc.II)

  

No hace mucho conocí la historia de un niño en Monterrey estado mexicano de Nuevo León, que fue descubierto por sus profesores vendiéndoles amigos imaginarios a otros niños de su escuela. Ya había vendido una docena. Y los había cobrado. También recordé un breve pasaje de un cuento de Julio Cortazar en el que “Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias.” Hay algo de divino siempre en lo humano que mueve siempre a lo elevado, así esta realidad mezquina y terrible nos deje en el abandono total de un ahogo sin consecuencias. Pero en lo vital a diferencia de las matemáticas, la química y la física, que se inclinan por la verdad. La imaginación, la voluntad y la ilusión cuenta sobre más.

 

Jorge Luis Borges insistía en decir que la mente es porosa para el olvido, él mismo, no recordaba con exactitud si una cosa fue dicha por su boca o por Ernesto Sábato, en aquellas tardes largas donde hablaron de cosas que no sabemos. 

 

 

El tiempo, se dice, es la voraz forma de mostrarnos con severidad que es.  En propiedad, una forma en la consciencia: Inatrapable. Está ahí, nos condiciona y nos domina, sobretodo la segunda. 

 

Ahora, después de 10 años de su muerte, donde se ha hablado ya en demasía a veces sin medida y otras veces con la medida de un santo que es lo mismo que decir que se dice con exageración y veneración ridícula. Lo recuerdo, en la porosidad del tiempo.

 

A nadie se le quita lo “bailao” y menos a él que también supo bien de eso.

 

Recuerdo bien, con lo difuso que el tiempo hace los recuerdos, estar sentados en la casa de Paula, un embeleco amoroso del colegio. Tocaba la guitarra y yo tenía en mis manos El amor en los tiempos del cólera. Me lo había entregado para que lo leyera.

 

Su padre tenía un taller de mecánica, de aviones decía yo, porque vivían como la realeza, vaya usted a saber a que se dedicaba porque tenía más manos de mecánico la reina Isabel. Total, en esa casa estaba todo lo de Gabo, Paula se había enamorado de él. Le devolví a Paula el libro y le dije en medio de la canción que ella tocaba, que no me gustaba leer a ese señor.

Fue el principio de fin con ella.

 

Ese texto solo volvió a mis manos en la universidad, cuando estaba embriagado de filosofía y teoría del arte, leía como comiendo galletas dulces, hasta que una relectura de cien años de soledad me frenó en seco. Pienso con lo poroso que es el tiempo, que fue en ese momento donde conocí a Gabo.

 

Tiempo después cuando me enteré que Cien años de soledad no se iba a llamar así, que se titulaba: La casa, conocí de boca de muchos de sus amigos, historias del mito que es Gabo, ellos, sus amigos, me vendieron, vaya usted a saber, historias imaginarias como las del niño en Monterrey, yo las compré todas. 


Solo creía con fe ciega lo que escuchaba de su amigo Eric Nepomuseno las veces que lo vi y lo escuché en el festival del premio Gabriel García Márquez en Medellín, sobre todo porque Eric no hablaba de la literatura de Gabo, contaba su amistad con él y en el medio de sus historias, afloraba la literatura como una forma precisa de la vida que envuelve lo importante con lo cotidiano, lo vital con lo genial y lo amargo con lo dulce, sobre todo cuando se escribe, para ayudar a enamorar a otros, eso decía Eric que era el trabajo de Gabo. 

 

“Yo con el Gabo aprendí que hay una cierta jerarquía en las relaciones humanas: La gente que uno conoce, la gente que a uno le cae bien, la gente que a uno le cae muy bien, los amigos, los grandes amigos, los amigos fraternos, hermanos;  y La mafia.

La mafia era una categoría muy especial, porque era regida por las leyes del silencio, de la lealtad absoluta, de la solidaridad absoluta, de la discreción absoluta. Y uno de mis orgullos en la vida… hasta el final del Gabo. Hasta la última vez que lo vi a él, en el cumpleaños de Mercedes, teníamos un código de despedida, que era: “La mafia no se rinde”. Y el Gabo ya estaba muy decaído muy quietito, pero mantuvimos hasta el final dos códigos: Cada vez que yo iba a casa de él,  le llevaba una botella de un sapphire el más caro que pudiera pagar y a la hora de irme: La mafia no se rinde. Recuerdo en una fiesta en el cumpleaños de Mercedes, el Gabo me llamaba a un sillón para que yo me sentará al lado, él ya no hablaba mucho pero me tenía la mano y éramos como dos viejos maricones que se amaron mucho”

 

El tiempo sigió pasando y por supuesto como castigo a mi desprecio a todo , recibí el desprecio de lo que más quise y por lo que más me esforcé: la escritura analítica. Y como si todo fuera destino, deseo o casualidad, la relectura de El amor en los tiempos del cólera y los 12 cuentos peregrinos me confirmaron que un error en el tiempo le entregó a Gabo el premio Nobel por el libro que no era, total, la suerte estaba echada. 

 

Él vivió en una esquina “improbable” (decía su amigo), en la esquina de fuego con agua, en un caseron blanco donde se sentaba con alivio y soledad a la luz de un sol llamado Mercedes.

Y vivió una forma improbable de vida, porque es así que viven los genios y se recuerdan las leyendas, con historias cantadas como los antiguos griegos. Bien lo sabía él: “más vale maña que fuerza”.

 

Maña que no le valió para ver publicada la obra que nunca terminó y que quizá con despecio nunca quiso. Unos dicen que quieren leer todo lo que hizo o dejó el ídolo, otros dicen que no se debió profanar su voluntad, al final, ya el pan en la vitrina no deja de ser una tentación comerlo, deleite visual para ojos banales.

 

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”, así comienza El amor en los tiempos del cólera y con el tiempo que a veces no todo lo corroe, lamento mucho no haberme llevado ese libro de la casa de Paula el día que cantaba con una guitarra lustrada.

 

Hoy, después de algunos años y con el tiempo que rebota y cae de nuevo, abro el libro y leo lo que debí haber leído siempre antes de empezarlo: “Para Mercedes, por supuesto”, lo imagino escribiendo esto con una melancolía de puesta de sol, asomado en la misma ventana en que Fermina Daza hacía que Florentino Ariza se derritiera de amor por ella, en una historia tan improbable como en la esquina donde murió: Esquina de fuego con agua. 

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