Contá Maruja

 “Porque esos astros, cuya luz desmaya

Ante el brillo del alma, hija del cielo,

No son siquiera arenas de la playa


Del mar que se abre a su futuro vuelo”.

 

Diego Fallon

 

 


Cuentan que la mandaron a bautizar y al regresar a casa, con otro nombre, porque al cura no le había gustado el que le mandaron a poner, su mamá ordenó que en adelante la llamaran Maruja. 

 

Llegamos a Salamina, un pueblo arriba donde terminan las montañas y donde con gracias se ve bien cuando las nubes caen y cuando ellas se alzan vuelo. Nunca supimos si fue una casualidad o como bien se dice en refranes de por estos lados: “la tierra llama” y aquí estábamos.

 

“Vivimos como si estuviésemos atravesados por torrentes de conceptos y sentimientos turbios, movidos por vagos criterios, inmersos en una especie de inconsciencia aceptada como inevitable o buscada como una coraza contra el horror de vivir” y de eso, de ese turbio pánico pareciera ser que brota aquello que la vida no es.

 

Don Pedro nos sirvió dos tintos más malucos que buenos, pero su conversación es tan buena que hasta lo maluco pasa bueno. Él, un viejo joven de 83 años lleva anotando en unos cuadernos doblados por la humedad del viento y el tiempo, los nombres de todos los difuntos que entierran en el cementerio de Salamina Caldas. 

 

Tiene un negocio que se llama: La última Lágrima, una cuadra arriba del cementerio, por donde ve pasar a las viudas que entierran a sus finados y que dos semanas después pasan con otro, no finado, de la mano. Eso dice Don Pedro.

 

Don Pedro un delgado hombre con carácter de furia, es amable como el paisaje de esa tierra montañera, conversador y chicanero como los antiqueños, se jacta de haber vivido y de haber venido a la vida solo “a gastar calzoncillos”. Nos despedimos de Don Pedro con la única certeza de no conocer la carretera que nos llevaría a Pácora, pueblo natal del papá de María Alejandra y al que por cosas de la vida estábamos buscando.

 

En el atrio de la iglesia de Pácora nos recibió Diego y nos llevó pueblo adentro hasta la casa de Maruja que daba al frente de la cordillera central de los Andes colombianos.

 

Maruja, barría las escalas de la casa cuando llegamos. Se sorprendió poco, con la misma cortesía y gallardía que se recibe una visita que no se sabe cuando va a llegar. 

 

Nos invitó a pasar a su casa, con una alegría inmaculada y con unas formas tan finas y educadas que daba envídia su postura. 

Hablaba o declamaba, ya ni se. Pero en una ventana que da a la montaña por donde sale la luna y por donde se va el sol, ella muestra y dice con una dulzura sin igual que es una admiradora de la naturaleza, porque en ella puede ver el regalo que la vida da.

 

Tiene al final de la casa un vivero con muchas matas a las que cuida con un amor sobrenatural y vanidoso. Cuando sus matas se ponen su mejor traje, las entra a su casa para presumirlas y hablarles con ese amor sincero, dócil y dulce.

 

“Si usted viera, lo que yo siento y como se me pone el corazón, cuando veo un botoncito de una mata que es la esperanza de una flor”, nos dice en medio de unos ojos pequeñitos llenos de una bondad tan intensa que uno intuye que todo lo bueno brota de sus palabras.

 

Fuimos a la ventana desde donde se ve la luna y el sol y ella con una sonrisa de soneto nos mira y nos dice: “cada vez que yo veo la luna, me acuerdo de mi mamá, porque de ella heredé el gusto por los poemas”. Su madre recitaba uno que a ella le gustaba y por cosas de la vida alguien lo llevó escrito a máquina de escribir y sin perder la oportunidad, Maruja se lo robó y con toda seguridad en medio de la picardía y la emoción se lo aprendió.

 

-Les voy a decir un pedacito porque es muy largo, se llama Oda a la Luna o Poema a la luna, no se bien como se llama, pero es muy largo pero muy bonito y cada que la luna sale, yo pienso en él y en mi mamá que le gustaba mucho. Es de un señor que se llama Diego Fallon, acuérdese mijo para que lo busque.

 

 

Maruja cerró los ojos y pensó en su madre y en la luna que sale después de las seis de la tarde por detrás de la cordillera y recitó con una gracia tan profunda que solo cabía llorar y ver en ella la profundidad de las palabras: 

 

Ya del Oriente en el confín profundo

La Luna aparta el nebuloso velo;

Y leve sienta en el dormido mundo

Su casto pie con virginal recelo.

 

Absorta allí la inmensidad saluda,

Su faz humilde al cielo levantada;

Y el hondo azul con elocuencia muda

Orbes sin fin ofrece a su mirada.

 

Un lucero no más lleva por guía,

Por himno funeral silencio santo,

Por solo rumbo la región vacía,

Y la insondable soledad por manto.

 

¡Cuan bella, oh Luna, a lo alto del espacio

Por el turquí del éter lenta subes,

Con ricas tintas de ópalo y topacio

Franjando en torno tu dosel de nubes!

 

Cubre tu marcha grupo silencioso

De rizos copos, que tu lumbre tiñe;

Y de la Noche el iris vaporoso

La regia pompa de su trono ciñe.

 

De allí desciende tu callada lumbre,

Y en argentinas gases se desplega,

De la nevada siena por la cumbre

Y por los senos de la umbrosa vega.

 

 

-Y no sigo porque es muy largo, dijo mientras tocaba con distraída intensión el mantel con mariposas que yo ya había machado con vino y aguacate. 

 

Tocados por las palabras nos despedimos, agradecidos con Maruja que hizo del lenguaje, el regalo de la vida.

 

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