En un caserío al lado de un raudal.
"Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que
las escritas y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la
cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites."
Ella - Juan Carlos Onetti.
Tres episodios marcaron mi infancia, el asma, los libros que mi hermana no leía y los remedios que mi madre me hacía tomar.
Por el asma que padecía debía mirar por la ventana los juegos de niños que yo no podía hacer, pues el clima y las actividades agitadas me envolvían en un estado maligno próximo a la muerte, los libros que mi hermana no leía yo los leía, quizá para que ella sintiera furia de ver mi complacencia con algo que ella nunca entendería, esa era mi venganza, esa era la manera como mi rabia podía salir sin que me tuviera que agitar y así tomar revancha por su buena salud y por las complacencias de mi madre.
El primer libro que dejó a medias mi hermana fue El discurso del método, de René Descartes, lo pidieron llevar en su colegio y ella nunca lo terminó de leer, yo lo leí con rigor, para que ella sufriera, no logré entender ni un solo párrafo, aún así yo dedicaba las tardes a leerlo con minucia, hasta que su sufrimiento fue cambiado por la Odisea de Homero y yo, descubrí un mundo maravilloso.
Era el tiempo de los remedios de casa y de tradiciones de boca. Mi madre los ensayó todos conmigo, desde aceite de boa constrictor hasta sangre de armadillo, pasando por cucarrones que comían maní y cuanta vacuna traían a la ciudad. Evitó siempre los inhaladores porque generaban adicción, luego en mi edad un poco mayor, me volví fumador, fumaba como si al otro día no fuera a haber sol. ¿y el asma? ¡¡¡Bien gracias y usted!!!
Fuimos al llano, en Colombia en ese tiempo era tierra de nadie, aunque esta tierra siempre será tierra de nadie por mucho que se diga que es la democracia más estable de América.
Mi tía Margarita iba a contraer nupcias con un lugareño y mis padres nos empacaron en el taxi que manejaba mi padre hasta Puerto López, Meta. De allí tomamos una lancha hasta llegar río abajo, hasta un caserío al lado de un raudal.
Las casas eran de madera y lata, olía a frutas, cerveza y viento de río, no había nada para hacer, salvo jugar billar, tejo y ver morir el día incendiado el horizonte en colores naranjas y amarillos, curtidos con azules pálidos y grises, escuchar el río y esperar la noche, dejar que la planta a gasolina se apagara y que la vida fuera un manto extendido de susurros, sonidos de animales y el arrullo del agua. A veces daba miedo, pero así era la vida, en la falta del cómodo “progreso”.
Una mañana vestidos de fiesta, salimos montados en lanchas río arriba, buscando a San José del Guaviare donde el cura hacía las nupcias, mi tía Margarita juró amor eterno. Nos devolvimos al raudal a cortar la torta que había hecho y decorado mi abuela, blanca y rosada con dos figuras sin proporción en la cima y tul en la base para ser elegante.
La planta a gasolina ese día hizo luz hasta más tarde, hubo música, baile, trago y pólvora. Esa noche el raudal descansó de su sonido y todos esperamos el amanecer, cansados a sabiendas ya que había que volver después del casamiento.
Al día siguiente en una lata caliente por el sol tenían los nativos una boa constrictor extendida para sacarle el aceite, bendita para el asma, decían por allá. Mi mamá mandó a llenar dos botellas de aguardiente con el aceite, las empacó con cuidado entre camisas y pantalones, las metió a la lancha que nos llevaba de regreso a Puerto López donde estaba el taxi de mi papá cubierto de polvo, viento y río, esperando devolvernos a Medellín.
En las mañanas, muy temprano mi mamá me obligaba a tomar una cucharada de aceite de boa constrictor en ayunas con la esperanza que la enfermedad desapareciera. Me daban chocolate espeso para pasar la toma, el asma nuca se fue y después empecé a fumar, al inicio a escondidas robando cuscas, después prendiendo cigarrillos en los fogones y después comprando cigarrillos sin filtro y tabaco negro.
Sigo recordando la boa constrictor partida a la mitad en medio del sol del llano y el aceite en la botella. Ahora ya no fumo, tampoco tomo chocolate espeso.
Ya comprendo porque no te gusta el chocolate. Linda historia.
ResponderEliminarVenganza... Asfixia al mundo a cantaleta cruda y ruda... Avante
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