Severo
“Comienzo a amar el abismo del que estoy hecha.”
Clarice Lispector
¿Severo?
¿Qué nombre es eso?... ni en la cárcel…le digo pues...
Dijo el tipo con la cerveza en la mano, mientras una señora ya menos templada por la edad le decía que así se llamaba él mientras tomaba una chupada de cigarrillo que consumía sus ojos entrecerrados.
Severo era un cuchillero de esos de los de antes, de los que buscaba pelea llevados por el aguardiente y de las ideas insostenibles. Mataba por ver caer.
Vivía solo, sin mujer ni animales domesticados y en los dos ladrillos donde dormida tenía vírgenes y santos, como suele ser con aquellos malevos que invocan a la divinidad, sea la que les guste, para que los cuide del mal y los ayude a que la fechoría que hagan les resulte bien.
Los santos le servían, pues a 20 que había matado, solo les conoció los ojos que veían hacía el fondo y las manos que abrazaban el vacío, mientras él, con el puñal hundido les quitaba el suspiro que nadie valora.
Severo se vestía de traje con corbata, se ponía aceite de ricino en el pelo y se cubría la cabeza con sombrero, negro, siempre negro. Tenía dos, uno para conquistar y otro para tomar aguardiente.
Sus mujeres fueron pasajeras y todas de noche terminaban, unas en la cama y otras en la cuchilla. Nunca quiso a nadie, solo a su mamá que lo trajo a la ciudad desde Santo Domingo Antioquia y que lo dejó solo escupiendo sangre y muerta por la tuberculosis.
Se quedó solo en la ladera de una montaña donde aprendió a robar a matar y a vivir como mi dios le ayudara. Hasta que se fue a vivir al centro a trabajar como “copero” en un bar de homosexuales en tiempos donde eso en esta ciudad era un secreto.
En el sótano de un edificio viejo entre el museo de Antioquia y el barrio San Benito, trabajaba Severo, sirviendo aguardiente, tomando invitaciones de viejos “cacorros”, limpiando mesas y viendo la oportunidad de unos pesos de más.
Tomaba aguardiente como un caballo asoliado, fumaba sin sostener el cigarrillo y se peinaba con una mano mientras se ponía el sombrero con la otra. Atendía las mesas de 8 de la noche a 8 de la mañana. Dormía poquito y cuando el guayabo era mucho salía a robar con las putas a los maricones con plata que nos les daba para exponerse en sus familias de abolengo.
Sumo muertos defendiendo “maricones”, putas y borrachos desprevenidos. Siempre en la noche donde uno cree que tiene la “calle” para tomar, reír y caminar a la diestra de la que uno quiera.
Severo se enamoró de una mujer que le vendía tintos en la calle Barbacoas. Y un día, los pelaos de platica que se van a buscar peligro al centro de Medellín, quisieron montar a un carro a Patricia. Severo que ese día estaba en el lugar que era, los levantó a puñal y mató a dos de ellos.
Se llevó a la Patri y la guardó con el amor de lo amado y al final del día estaba montado en un carro al lado del papá del hijo muerto.
Severo fue a la cárcel con la promesa de no revelar lo que había pasado.
Dos días después Severo apareció muerto, al lado del lugar donde Patricia vendía tintos.
La Patri me contó esa historia, mientras fumaba cigarrillo y veía a la nada como si todo se hubiera acabado.
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